miércoles, 11 de febrero de 2015

Semáforo

Hubo un tiempo en el que cada día, a primera hora dirigiéndome al trabajo, me encontraba yo a solas con mis pensamientos, encerrado en el coche esperando a que el semáforo cambiara el cálido y placentero rojo, por el frío y estresante verde. Repasando siempre el mismo razonamiento. La idea era: -¿Por qué hay semáforos si cuando no funcionan las cosas fluyen mejor?- Así cada día,  excepto los días en que el semáforo, por alguna anomalía eléctrica, lucía un parpadeante y confuso ámbar. Al contrario de lo que podías pensar, el tráfico de ese cruce de cuatro direcciones, era más organizado por el sentido común de los madrugadores conductores, que por las normas establecidas del sistema. Una organización de respeto y saber hacer nos acompañaba en la toma de decisiones y encontraba un punto común sobre las preferencias entre unos y otros. Entonces, ¿por qué? El sistema establecido parece ser la guía que muestra un camino seguro, pero estos pequeños sucesos que pasan desapercibidos ante nuestras narices, hace que me plantee que el camino ofrecido no es más que un estrecho sendero del cual no debemos salirnos por miedo del sistema, a que la manada de ovejas descubra que más allá de él, hay un verde prado donde la libertad es el más seguro de los entornos.

Si cada día me encontrara el intermitente ámbar, ¿qué hubiera sido de mi minuto a solas con mis pensamientos?

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